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Literatura

La España de Carlos III y el Sistema Americano

La expulsión de los jesuitas de España

por William F. Wertz y Cruz del Carmen Moreno de Cota

El asunto central implícito en la expulsión de los jesuitas de España en 1767, así como de las otras naciones de Europa y Portugal regidas por los borbones, era el de la soberanía nacional versus la política y la práctica feudal ultramontana de los jesuitas. Bajo los Habsburgo, Las políticas bestiales de la Inquisición habían destruido a España. Con la sucesión borbona de 1700 empezó la pelea en España, como en toda Europa, por establecer la soberanía nacional como la base para darle marcha atrás a la devastación económica que trajo el reinado teocrático imperial de la Inquisición, que Schiller describió tan bien en su obra Don Carlos.

Si Carlos III no hubiera expulsado a los jesuitas, hubiera sido imposible el desarrollo de España y de Hispanoamérica. Los apologistas sinarquistas de la Inquisición, como los quijanistas, argumentan en tono inmoral que la verdadera historia de la Inquisición muestra que en realidad no murió tanta gente como afirman los propagandistas protestantes de la leyenda negra (de forma irónica, fueron los protestantes británicos quienes trabajaron con los jesuitas en contra de los católicos españoles que, como Carlos III, combatieron a la Inquisición en defensa del progreso humano). Este argumento es una cortina de humo y una justificación criminal de una filosofía que, en la práctica, no sólo mató quemando personas en la hoguera, sino asesinando la libertad de pensamiento, como el marqués de Posa de Schiller dice en Don Carlos: "¡Danos la libertad de pensamiento!"

El menticidio cometido por la Inquisición y sus defensores, el cual llega al colmo con la expulsión racista de los judíos y los musulmanes que siglos antes hicieran florecer a la España andaluz, desató su destrucción económica y la de sus posesiones. Puesto que la única fuente de riqueza es la mente humana, todo intento por obstaculizar la creatividad de cualquier ser humano destruye la base misma de su progreso y, por consiguiente, por donde uno lo vea, no tiene justificación. ¡Imagina los efectos de semejante menticidio en contra de toda una nación!

En su ensayo,"Las leyes de Licurgo y Solón" (1790), Schiller escribe:

"En general, podemos establecer una regla para juzgar las instituciones políticas, que sólo son buenas y loables, en la medida en que logren que florezcan todas las fuerzas inherentes en las personas, en la medida en que promuevan el progreso de la cultura, o al menos que no lo impidan. Esta regla se aplica tanto a las leyes religiosas como también a las políticas; ambas son desdeñables si restringen el poder de la mente humana, si imponen sobre la mente todo tipo de paralización. Una ley, por ejemplo, por la cual una nación se viera forzada a porfiar en cierto esquema de creencias, que en un momento dado pareciera el más apropiado, dicha ley sería un asalto en contra de la humanidad y los intentos loables de cualquier tipo que se hicieran serían incapaces de justificarla. Estaría de inmediato dirigida en contra del bien más preciado, en contra del propósito más elevado de la sociedad". [Énfasis añadido].

Los jesuitas eran una institución supranacional contraria a la soberanía de los Estados nacionales independientes comprometidos con el desarrollo económico y educativo de su pueblo. Sus inversiones financieras y sus privilegios funcionaban como un coto al desarrollo económico, y su dirección de la educación controlaba a la población en beneficio de la oligarquía. Por tanto, lo más natural era que hicieran alianza con los británicos y los Habsburgo en contra de las reformas de los monarcas borbones.

La primera experiencia de Carlos III con la alianza entre los británicos y elementos simpatizantes de los Habsburgo dentro de la Iglesia católica, fue durante su reinado en Nápoles, en medio de la guerra de Sucesión de Austria iniciada en diciembre de 1740. Carlos declaró su neutralidad, pero en diciembre de 1741 su padre, Felipe V, le ordenó enviar un ejército a unirse a las fuerzas españolas apostadas en Italia.

En agosto de 1742 un escuadrón británico amenazó a la ciudad de Nápoles con bombardearla si Carlos no desligaba sus tropas de las de España. Según un historiador, "el insulto al que se vio sometido le causó encono a Carlos por el resto de su vida, e influyó en su actitud hacia Gran Bretaña cuando sucedió al trono de España".(15)

No fue accidental que la aparición del escuadrón británico coincidió con un intento de insurrección en contra de Carlos dirigida por una "quinta columna" habsburga en la ciudad, dirigida por el clero. Más de 800 personas fueron arrestadas; uno de los cabecillas era un monje agustino que operaba en Calabria, y otro sacerdote austrófilo era un tal abate Gambari. El mismo autor destaca: "Aquí, de nuevo, fue considerable el efecto que esto tuvo sobre el Rey personalmente, porque no olvidó el papel que jugó el clero en el movimiento en su contra, e indudablemente pesó sobre él cuando llegó el momento de investigar las acusaciones en contra de los jesuitas".(16)

Primero Portugal y Francia

Carlos III no fue el primer monarca católico en expulsar a los jesuitas. Ya los habían expulsado de Portugal en 1759, y de Francia en 1764. Aun antes el propio papado los había atacado. En 1741 el papa Benedicto XIV emitió una bula repudiando a los jesuitas por ser "personas desobedientes, contumaces, insidiosas y corruptas".

Así, los jesuitas consideraban que estaban por encima de la autoridad del Papa, como los actuales oponentes sedevacantistas al papado que siguió al Concilio Vaticano II, además de no tener lealtad alguna para con los Estados nacionales soberanos. Esta mentalidad llevó a los jesuitas a apoyar el regicidio contra aquellos reyes que resistieran su influencia oligárquica. Federico Schiller retrata con precisión esta mentalidad en su obra María Estuardo, en cuanto a los numerosos atentados contra la reina Isabel de Inglaterra. Pero la justificación del regicidio no estaba limitado a los reyes, porque incluso hubo sospechas de que los jesuitas asesinaron papas.

En Portugal, el secretario de Estado Sebastio José de Carvalho e Mello, conde de Oeiras y marqués de Pompal, los acusó de seguir principios y prácticas regicidas, tras un ataque en el que el rey José I resultó herido en septiembre de 1758. Luego de una investigación de tres meses, todos los miembros de las prominentes familias nobles Távora y Aviero fueron arrestados. Se dice que documentos en su posesión comprobaban la complicidad de los jesuitas en un complot para asesinar al monarca portugués.

En enero de 1759 atacó a los jesuitas. Dijo que había "sospechas legítimas" contra "el perverso clero regular de la Compaía de Jesús". De éstas, las más importantes eran: su ambiciosa pretensión de convertirse en amos de las riendas del gobierno; su arrogancia previa al atentado criminal contra el Rey, combinada con su desaliento luego de que fracasara; y, sus conexiones íntimas con el principal acusado, un tal Mascareñas. Hubo informes de que un tal padre Costa declaró que quienquiera que asesinara al Rey "no sería culpable ni siquiera de pecado venial".
Carlos estaba en Nápoles cuando todo esto ocurrió.

En Francia, el asunto fundamental también era el de la soberanía nacional. La comisión que Luis XV nombró en un esfuerzo por refrenar a la Compañía de Jesús, al general de los jesuitas Lorenzo Ricci, quien vivía en Roma y determinó de forma unánime que la obediencia debida, según los estatutos de la orden, era incompatible con las leyes de Francia y en general con las obligaciones de los súbditos hacia su soberano. Luis XV le propuso a Ricci que nombrara un vicario para Francia, que viviera ahí y que prometiera obedecer sus leyes.

Cuando Ricci se negó en 1762, el Parlamento francés decretó que debía expulsarse a la orden de manera irrevocable y definitiva del reino, por su oposición a toda autoridad espiritual o temporal, eclesiástica o civil; y por estar diseñada con una perspectiva, primero, de mantenerse independiente de dicha autoridad por cualquier medio, fuera secreto o abierto, directo o indirecto, y, segundo, de favorecer incluso su usurpación del gobierno. Su expulsión recibió el amplio apoyo de la Iglesia en Francia.

Los disturbios de 1766 en España

La política personal de Carlos en Nápoles fue la de limitar el poder de la Iglesia al ámbito de la religión. Esta política quedó de manifiesto en el Concordato de 1737 entre Nápoles y la Santa Sede, el cual permitió gravar algunas propiedades y limitar la jurisdicción e inmunidades del clero, además de restringir el número de clérigos en el reino. Las funciones del clero quedaron restringidas a cumplir con sus deberes espirituales; quedó prohibida toda interferencia clerical en la maquinaria del gobierno; ningún obispo recibió un cargo estatal; y toda censura eclesiástica de la actividad gubernamental era castigada con severidad. Como el poder del clero residía en buena medida en su enorme riqueza, se tomaron medidas para controlar este poder conforme tanto a la perspectiva de la soberanía nacional, como a principios económicos.

Poco después de convertirse en el rey Carlos III de España en 1759, el inquisidor general Manuel Quintano Bonifaz sintió el rigor de estas medidas. En 1761 Carlos III desterró a Quintano de Madrid, por haber publicado, sin la aprobación real, una bula papal condenando la Exposition de la doctrine chrétienne (La exposición de la doctrina cristiana) del cura y poeta antijesuita francés François-Philippe Mesenguy. A partir de ese momento le fue prohibido a la Inquisición publicar cualquier decreto papal sin permiso del rey.

Sin embargo, los sucesos inmediatos que llevaron a la expulsión de los jesuitas ocurrieron en 1766, cuando estallaron disturbios contra el secretario de Hacienda Esquilache. Los jesuitas manipularon el descontento popular contra Esquilache como parte de un gran complot para remplazar al propio Carlos III con su hermano Luis, quizás asesinándolo.

Esquilache hizo enfurecer a la Iglesia antes, cuando restringió el poder de los jueces eclesiásticos, y ahora que pretendía prohibirle al clero residir en Madrid sin contar con un certificado de residencia; es decir, quería imponer un mayor control del gobierno sobre la institución de la Iglesia. Y lo que es más importante, ya los había obligado a pagar impuestos.

Esquilache también se había ganado la enemistad de las masas al crear un monopolio de la venta del pan y el aceite, elevando sus precios. Los dos años de sequía anteriores habían arruinado las cosechas, y el Rey y Esquilache tuvieron que importar, a un gran costo, maíz de Inglaterra, Francia, Nápoles y Sicilia. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, el precio del pan aumentó, y las turbas hambrientas fueron manipuladas con facilidad.

Los disturbios los desencadenó una orden que dio Esquilache entre el 10 y el 11 de marzo de 1766, prohibiendo el uso de sombreros de ala ancha y capas largas que pudieran usarse para ocultar el rostro, mandando en cambio el uso de capas cortas y sombreros de tres picos. La intención primaria de esta orden era la de garantizar que los criminales no pudieran disfrazarse y eludir la aprehensión.

Inmediatamente después, el 13 de marzo, dos civiles entraron a la calle de la Paloma gritando: "¡Esto no ha de prohibirlo el marqués de Esquilache!" Hubo pequeños disturbios el 15 y el 18 de marzo, y del 20 al 22 del mismo mes grupos más grandes empezaron a arremolinarse en las calles. El 23 de marzo, que fue un Domingo de Ramos, hubo nuevos disturbios. Los amotinados corrían por la calle de Atocha gritando: "¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache!" Asaltaron y saquearon la casa de Esquilache, quemando sus muebles. También rompieron los vidrios de la casa de Grimaldi. El 24 de marzo asesinaron a varios miembros de las Reales Guardias Valonas, que tenían a su cargo la protección del Rey, dejando clara así la amenaza contra la vida del propio Carlos III.

Los círculos oficiales tenían la fuerte sospecha de que los disturbios no fueron espontáneos, sino que los habían preparado con mucho cuidado. La insatisfacción por el alza en los precios de los alimentos no era más que un pretexto para crear una insurrección contra las políticas de Carlos III. Algunos pensaron que el marqués de la Ensenada —quien, recién liberado de su exilio en Medina del Campo, esperaba remplazar a Esquilache— estaba detrás de los disturbios. Ensenada odiaba el poder de los italianos. "¿Y qué podría ser más comprensible que el que los jesuitas, tan amados por Ensenada, lo hubieran apoyado?"(17)

Qué tan grave era la amenaza personal contra Carlos III, lo refleja un informe de una conversación que tuvo con el Rey el marqués Pierre Paul de Ossun, embajador de Francia en España:

"Sin embargo, la insurrección de 1766 le había abierto los ojos, porque estaba seguro que los jesuitas la habían fomentado y tenía pruebas de que así había sido, dado que varios miembros de la Compañía habían sido arrestados mientras le distribuían dinero a grupos de amotinados. Ellos habían corrompido a la burguesía con insinuaciones calumniosas en contra del gobierno y sólo estaban esperando la señal. La primera oportunidad les hubiera bastado y estaban contentos con fraguar un pretexto de la más pueril bagatela, la forma del sombrero aquí y un manto allá, la malversación de algunos superintendentes, las bellaquerías de algún corregidor. Su empresa falló porque el tumulto estalló el domingo de Ramos.

"Era el Jueves Santo durante las estaciones, cuando él iba a ser sorprendido y rodeado al pie de la Cruz".(18)

Carlos sospechó de los jesuitas por su creciente cooperación con la Inquisición en contra de sus reformas políticas. Más tarde concluyó que los jesuitas y la Inquisición querían remplazarlo por su hermano Luis, conclusión apoyada por una carta que Ricci le envió al rector del Colegio Imperial jesuita de Madrid, y que la policía confiscó. En la carta aparecía la calumnia de que Carlos III no era hijo de Felipe V, sino de una relación adúltera entre Isabel de Farnesio y el cardenal parmesano Julio Alberoni, quien fue el primer ministro del padre de Carlos III. Si Carlos III era ilegítimo, entonces le correspondía a Luis ser el rey.

Una diferencia entre Carlos III y el posterior Luis XVI de Francia, era que el primero, contraviniendo a todos sus asesores, decidió enfrentar a la turba y atender sus demandas antes de abandonar Madrid. Por su parte, Luis XVI no hizo nada, y huyó sin poner la situación bajo control.

Las exigencias de los amotinados se las entregó al Rey un tal padre Cuenca, quien dizque los convenció de ponerlas por escrito, y después fue en persona ante el Rey con la petición en la que exigían:
1) el destierro de Esquilache y su familia;
2) el despido de todos los ministros extranjeros, y que españoles ocuparan sus lugares;
3) la abolición de la Junta de Abastos, que monopolizaba el abasto de alimentos a la ciudad;
4) la salida de los valones de Madrid;
5) la libertad de la gente de vestir como quisiera; y,
6) una baja al precio de los alimentos.

El 24 de marzo Carlos prometió despedir a Esquilache. Nombró a don Miguel de Múzquiz, conde de Gausa, como secretario de Hacienda, y de secretario de Guerra puso al también español Juan Gregorio Muniaín. Además, Carlos prometió revocar el ofensivo edicto sobre el vestir; reducir el precio del pan, el aceite, el jabón y el tocino; suprimir el monopolio en el abasto de comestibles para la ciudad; y perdonar a los insurrectos. Entonces, Carlos III, acompañado de toda la familia real, partió esa misma noche de Madrid hacia su residencia campestre de Aranjuez, para asegurarse de que los amotinados organizados por los jesuitas no lo atraparan en la capital.

Al mismo tiempo que hizo estas concesiones, Carlos III maniobró para retomar el control de la situación nombrando al conde de Aranda, un enemigo declarado de los jesuitas, para presidir el Concejo de Castilla en lugar de Diego de Rojas, cuya conducta fue muy sospechosa durante los disturbios de Madrid.

Aranda recibió su educación en Bolonia y en la Academia Militar de Parma, y tenía buena experiencia en el servicio público como embajador en Polonia y como secretario de Guerra. Al momento de su nombramiento era capitán general de Valencia. No sólo lo nombraron presidente del Concejo de Castilla, sino también capitán general de Castilla la Nueva. Aranda era enemigo de los jesuitas, al igual que el viejo asesor italiano de Carlos III, Bernardo de Tanucci, quien seguido los denunció porque "los jesuitas son siempre lo mismo, dondequiera sediciosos, enemigos de las soberanías y de las naciones, ladrones públicos, llenos de vicios y en general, ateos".(19)

Agustinos vs. jesuitas

El conflicto que surgió en los 1700 entre los borbones y los jesuitas era, de hecho, una lucha que se remontaba a los esfuerzos del cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) por reformar la Iglesia y fomentar la creación de Estados nacionales soberanos, para liberar a la Iglesia del control de la oligarquía feudal veneciana. Donde Cusa expresa mejor estas ideas es en su Concordantia cathólica de 1433. Cusa denunció la fraudulenta "Donación de Constantino", que justificaba el control ultramontano de la Iglesia sobre los asuntos de los Estados.

Después, durante el Concilio de Trento de 1545-1563 y la supuesta "Contrarreforma" que le siguió, los jesuitas desempeñaron un papel crucial en la defensa de los poderes ultramontanos de la Iglesia, en oposición al surgimiento de las naciones soberanas, que empezó con Luis XI de Francia y Enrique VII de Inglaterra.

La división filosófica en este conflicto era entre Platón, cuyas ideas reflejó san Agustín, y cuyas obras revivieron en Europa durante el Renacimiento Dorado, y Aristóteles, cuya perspectiva bestial sentó la base de la ideología de la oligarquía feudal y de sus agentes jesuitas. El asunto fundamental era el concepto del hombre y de la sociedad. Platón y san Agustín concebían al hombre creado a imagen viva del Creador y, por tanto, capaz de ejercer la cognición o pensamiento creativo. Los jesuitas, en la tradición de Aristóteles, negaban que la cognición caracterizara al hombre y, en cambio, insistían que sólo podía realizar un pensamiento lógico —la manipulación deductiva de los conceptos—, en última instancia derivado de la percepción sensorial.

Estas dos visiones contrarias fueron de la mayor importancia en la batalla por el desarrollo económico, y por la reforma educativa que ponía el acento en el descubrimiento científico y el progreso tecnológico. Así, cuando en el Renacimiento Cusa inauguró en efecto la ciencia moderna con su De docta ignorantia de 1449, sus oponentes aristotélicos actuaron casi de inmediato para suprimir su influencia.

En el siglo 18 este conflicto lo reflejó la lucha por el control de la dirección de la Iglesia católica, entre los agustinos y sus aliados franciscanos por un lado, y los jesuitas y sus aliados benedictinos por el otro. Los franciscanos seguían una filosofía agustiniana desde que san Buenaventura fue prior de la orden en 1257.

Todo ese siglo los jesuitas combatieron a los agustinos en torno a los escritos de san Agustín. En 1732 atacaron los trabajos del cardenal agustino Enrique Noris (1631-1704), a quien acusaron de jansenismo. En 1732, y luego en 1748, la Inquisición española incluyó en su lista negra varios escritos que defendían a Noris, y en ese último año los del propio cardenal, a pesar de las órdenes que emitió el Papa en su favor.

El conflicto continuó con furia dentro de la jerarquía de la Iglesia. En 1759 el papa Clemente XIII, a quien Carlos III creía lo controlaban los jesuitas, se sintió obligado a defenderlos contra los supuestos "libelos cuyos asomos son semejantes a un complot para suprimir a la Compañía y fomentar la desaprobación de la autorización concedida por los obispos a los jesuitas para administrar los santos sacramentos y actuar como confesores. . . Es por tanto el deseo de Su Santidad que cualquier persona que haya sido llevada a creer dichas falsedades sea desengañada ahora, y debe saber que dicha actitud es totalmente extraña al espíritu de la Iglesia católica".(20)

A su vez, el padre Francisco Xavier Vázquez, el prior de los agustinos con sede en Roma, era un adversario declarado de los jesuitas. El marqués español Manuel de Roda y Arrieta llegó a ser un amigo íntimo de Vázquez cuando estuvo en Roma, antes de su nombramiento como secretario de Gracia y Justicia de Carlos III.

En España, toda la educación preuniversitaria estaba en manos de los jesuitas, desde donde coartaban el estudio de las ciencias físicas. En América eran poderosos. A la larga su dominio absoluto habría de romperse, gracias a la ayuda decisiva de los agustinos y sus aliados franciscanos.

El propio Carlos III amaba a los franciscanos, era un terciario de la orden y veneraba la memoria de Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), el obispo de Puebla de los Ángeles, México, que combatió a los jesuitas, primero en España y después en México.

Así, aunque el detonador inmediato de la expulsión de los jesuitas de España fueron los disturbios de 1766, el asunto subyacente era la cuestión filosófica de la naturaleza del hombre, y de sus implicaciones sobre cómo la sociedad humana debe y tiene que organizarse.

El proceso legal contra los jesuitas

Una comisión extraordinaria, con Aranda a la cabeza, investigó las causas de los disturbios. Aranda escogió como colaboradores a Miguel María de Nava y al fiscal civil Pedro Rodríguez Campomanes. Después incorporó a Pedro Ric y Exea y a Luis del Valle Salazar, y en octubre a Andrés de Maraver y Vera, y a Bernardo Caballero, conde de Villanueva. José Moñino (Floridablanca), fiscal criminal de la comisión, fue enviado a Cuenca a investigar las causas de los disturbios ahí.

El primer informe, firmado por Campomanes y su consejero Nava el 8 de junio de 1766, inculpaba a los jesuitas. Las sospechas apuntaban al padre Isidro López, procurador de la Compañía de Jesús en la provincia de Castilla, e inició el enjuiciamiento contra Miguel Antonio de la Gándara, el abad Hermoso y Benito Navarro. Quedó por sentado casi con certeza que el marqués de la Ensenada había participado en la revuelta.

El Concejo de Castilla ratificó este informe en una reunión el 11 de septiembre. Su informe al Rey del 29 de enero de 1767 aconsejaba su expulsión. El informe consistía de dos partes: la primera, sobre los motivos que hacían necesario expulsar a la Compañía de Jesús; y la segunda, sobre los detalles de cómo debía hacerse esto (la primera parte desapareció en 1815, pocos años después de la invasión de España por Napoleón en 1808).

Otra comisión examinó el informe, y el 27 de febrero Carlos III firmó los decretos reales expulsándolos.

El 30 de abril la comisión dio a conocer las acusaciones contra los jesuitas: la conducta despótica de su nuevo general, el padre Claudio Aquaviva; su defensa del probabilismo, el molinismo y la doctrina del regicidio; sus ritos malabares (adaptación a prácticas no cristianas, como sucedió con los misioneros en Malabar); su oposición a la reducción de sus poderes en Paraguay; su colaboración con los británicos (cuando éstos tomaron Manila, ellos estuvieron en comunicación con el general Draper); e incluso su propia constitución.

Después de la expulsión, la Inquisición hizo un débil intento por acusar a Aranda, Campomanes, Floridablanca y a los obispos de la comisión de ser enemigos de la Iglesia. Pero la aplacó con facilidad una orden real que detuvo los procesos. En 1770 la jurisdicción de la Inquisición fue limitada a los casos de herejía y apostasía. Sólo habría de abolirse por completo hasta 1813. De ahí que la expulsión de los jesuitas fue la que creó las condiciones políticas para por fin ponerle coto a esta bestial institución.

Entre 5 y 6 mil jesuitas fueron expulsados de España e Hispanoamérica. Un año después, en 1768, Carlos III decretó la confiscación de las posesiones de los jesuitas.

La noche del 31 de marzo de 1767 todas las instalaciones jesuitas en España fueron rodeadas por soldados. Esa mañana, cuando ya iban bastante lejos, fue publicado un decreto prohibiendo cualquier comunicación con ellos o cualquier comentario, ya fuera oral o escrito, sobre el particular. El Papa rehusó dejarlos desembarcar en los Estados pontificios, así que los llevaron a Córcega, y al final les permitieron establecerse en Bolonia y Ferrara.

Como sucedió en Francia antes, la decisión de expulsar a los jesuitas recibió el apoyo de la gran mayoría de la jerarquía de la Iglesia católica. De los 60 obispos españoles, 46 aprobaron su expulsión.

Nápoles y Parma siguieron el ejemplo de España. En Nápoles la fuente de inspiración fue Tanucci. A Parma la gobernaba el francés William du Tillot, quien había presionado por que hubiera reformas eclesisticas. El Papa emitió la bula "El monitorio de Parma" anulando la legislación anticlerical de Du Tillot, y excomulgando a todos los que tuvieron parte en ella, o que siguieron obedeciéndola. En respuesta, Nápoles ocupó Benevento y Francia tomó Aviñón; los jesuitas fueron expulsados de Parma; y comenzaron las negociaciones entre las cortes borbonas y Portugal, a fin de pedirle en una petición conjunta a Roma la abolición de los jesuitas.

España, Francia, Portugal y Nápoles presentaron memoriales sobre el asunto a principios de 1769. La muerte del papa Clemente XIII pocos días después (el 2 de febrero) abrió paso a un arreglo, con la elección de un nuevo papa antijesuita. Clemente XIV prometió encargarse de la canonización del obispo Palafox y Mendoza, como pedía Carlos III, y en noviembre de 1769 le prometió que disolvería la Compañía de Jesús.

El 21 de julio de 1773 Clemente XIV publicó la encíclica Dóminus ac redémptor nostre proscribiendo a los jesuitas. A José Moñino, quien había ido a Roma a presionar para lograr esto, lo recompensaron con el título de conde de Floridablanca. Poco después, el 22 de septiembre de 1773, murió el Papa, no sin que existieran sospechas de envenenamiento.(21)

Carlos III sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado

La posición de Carlos III en cuanto a las funciones respectivas de la Iglesia y el Estado, la expresa de forma más sucinta la "Instrucción Reservada" que Floridablanca redactó por órdenes suyas en 1787:

"1. Se encarga el cuidado de la religión católica y de las buenas costumbres. Como la primera de mis obligaciones y de todos los sucesores de mi Corona sea la de proteger la religión católica en todos los dominios de esta vasta monarquía, me ha parecido empezar por este importante punto, para manifestaros mis deseos vehementes de que la Junta en todas sus deliberaciones tenga por principal objeto la honra y la gloria de Dios, la conservación y propagación de nuestra santa fe, y la enmienda y mejoría de las costumbres.

"2. Obediencia a la Santa Sede en las materias espirituales. La protección de nuestra santa religión pide necesariamente la correspondencia filial de la España y sus soberanos con la Santa Sede, y así la Junta ha de contribuir con todas sus fuerzas a sostener, afirmar y perpetuar esta correspondencia de manera que en las materias espirituales por ningún caso ni accidente dejen de obedecerse y venerarse las resoluciones tomadas en forma canónica por el sumo Pontífice, como vicario que es de Jesucristo y primado de la Iglesia universal.

"3. Defensa del patronato y regalías de la Corona con prudencia y decoro. Pero, como además de los decretos pontificios canónicamente expedidos para las materias espirituales, pueden mezclarse o expedirse otros que tengan relación con los decretos de patronatos y regalías y con los asuntos de disciplina externa en que, por las mismas decisiones eclesiásticas y por las leyes reales y costumbre inmemorial, me corresponden facultades que no se pueden ni deben abandonar sin faltar a las más rigurosas obligaciones de conciencia y justicia, conviene que la Junta, cuando pudiere mezclarse alguna ofensa de aquellos derechos y regalías, me consulte los medios prudentes y vigorosos de sostenerlas, combinando el respeto debido a la Santa Sede con la defensa de la preeminencia y autoridad real.

"27. Instrucción que debe promoverse entre los eclesiásticos. Debe promoverse, así en las universidades como en los seminarios y en las órdenes religiosas, el estudio de la Santa Escritura y de los Padres más célebres de la Iglesia, el de sus Concilios generales primitivos en sus fuentes, y el de la sana moral. Igualmente conviene que el clero secular y regular no se abstenga de estudiar y cultivar el derecho público y de gentes, el que llaman político y económico, y las ciencias exactas, las matemáticas, la astronomía, geometría, física experimental, historia natural, botánica y otras semejantes.

"30. Espíritu que ha de tener el clero en la enseñanza del pueblo. De la conducta que tenga el clero dependerá en mucha parte la de los pueblos; y así se le moverá y a sus prelados a desterrar superticiones y promover la sálida y verdadera piedad que consiste en el amor y caridad con Dios y con los prójimos, combatiendo la moral relajada y las opiniones que han dado causa a ella.

"31. Que los obispos, por medio de sus pastorales, mandatos y exhortaciones, cuiden de desarraigar las prácticas superticiosas. La supertición y las devociones falsas fomentan y mantienen la ociosidad, los vicios y los gastos, y perjudican al verdadero culto y al socorro de los pobres. Por esto deber proteger la Junta los medios de excitar a los obispos, curas y prelados regulares para que contribuyan a estos fines con sus pastorales mandatos, exhortaciones frecuentes, y aun con las penas espirituales, llevando a efecto las resoluciones tomadas para disminuir o extinguir las cofradías o congregaciones que no tengan el único objeto del verdadero culto a Dios y socorro del prójimo necesitado; y esto sin distracciones y fiestas profanas y tal vez pecaminosas, y sin gastos de comidas, refrescos, y pombas varias y gravosas a mis vasallos.

"32. La Inquisición podría cooperar también a ese mismo fin. Aunque los obispos, por sus ministerios, son los principalmente encargados de velar contra las superticiones y contra el abuso de la religión y piedad, en estos y otros puntos puede muy bien hacer lo mismo el tribunal de la Inquisición de estos reinos, contribuyendo no sólo a castigar, sino a instruir los pueblos de la verdad, y hacer que sepan separar la semilla de la cizaña: esto es, la religión de la supertición.

"33. Por tanto, conviene favorecer y proteger a este tribunal. En esta parte debe la Junta concurrir a que se favorezca y proteja este santo tribunal, mientras no se desviare de su instituto, que es perseguir la herejía, la apostasía, y supertición, e iluminar caritativamente a los fieles sobre ello; pero, como el abuso suele acompañar a la autoridad, por la miseria humana, en los objetos y acciones más grandes y más útiles, conviene estar muy a la vista de que, con el pretexto de la religión, no se usurpen la jurisdicción y regalías de mi Corona ni se turbe la tranquilidad pública.

"En esta parte, conviene la vigilancia, así porque los pueblos propenden con facilidad y sin discernimiento a todo lo que se viste con el disfraz de celo religioso, como porque el modo de perpetuar entre nosotros la subsistencia de la Inquisición y los buenos efectos que ha producido a la religión y al Estado es contenerla y moderarla dentro los límites, y reducir sus resultados a todo lo que fuere más suave y más conforme a las reglas canónicas. Todo poder moderador y en regla es durable; pero el excesivo y extraordinario es aborrecido, y llega un momento de crisis violenta, en que suele destruirse".

Aunque Carlos III no abolió la Inquisición, su defensa de la soberanía de España en contra de su interferencia, su insistencia en la educación del clero en materia de economía y de ciencia, y su reclutamiento del clero y de la propia Inquisición a una campaña educativa contra la superstición, más que de persecución, contuvieron con eficacia a la Inquisición y allanaron el camino para su posterior abolición.

 

La participación de España en la Revolución Americana

1- La España de Carlos III y el Sistema Americano - Introducción
2- Las políticas económicas leibnizianas de Carlos III
3- La expulsión de los jesuitas de España
4- La participació de España en la Revolución Americana
5- La independencia de los Estados nacionales soberanos de Iberoamerica
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