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Música

La validez universal de las
leyes estéticas



Publicamos abajo una gran parte del discurso que pronunció Helga-Zepp-LaRouche, fundadora y presidenta internacional del Instituto Schiller, en la conferencia que celebró esta agrupación en Milán, Italia, el 9 de abril de, sobre el tema de la música y la estética clásica. La Conferencia, a la que acudieron algunos de los más renombrados cantantes e instrumentistas clásicos del mundo, resolvió presentar una iniciativa al parlamento y al gobierno de Italia, que obligaría a volver al diapasón natural, en que el do central tiene precisamente 256 ciclos por segundo. Entre los oradores de la reunión estuvieron la famosa soprano Renata Tebaldi, el barítono Piero Cappuccilli y la propia Zepp-LaRouche.


Por Helga-Zepp-LaRouche

"Der Menschheit Würde ist in eure Hand gegeben, Bewahret sie! Sie sinkt mit euch! Mit euch wird sie sich heben!". (Del poema de Federico Schiller "Los Artistas": "La dignidad del hombre fue puesta en vuestras manos; ¡Protegedla! ¡Con vosotros se hunde! ¡Con vosotros se levantará!".)

Este vigoroso llamado, que Federico Schiller dirigió a los artistas en el poema así titulado, Los artistas, es más oportuno hoy que nunca y, más que en cualquier otra parte, en el campo de la música clásica. Porque ningún otro arte y ningún otro medio dan acceso más directo al alma humana y a la actividad interna de la mente humana que la música clásica; y si perdemos eso, la humanidad perderá nada menos que su propia alma.

Estamos en riesgo de perder la comprensión de las grandes obras de Bach, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann y Verdi. Hasta el arte de interpretar correctamente las obras clásicas como las concibieron sus compositores se han convertido en un secreto olvidado. Por supuesto, todavía se celebra toda clase de conciertos e interpretaciones, y la industria grabadora ha creado ciertamente posibilidades técnicas significativas. ¡Pero cuán frecuentemente el amante de la música se aleja con disgusto, porque en vez de escuchar a Mozart o a Beethoven, todo lo que oye es una masa de meros sonidos!.

En vista de ello, la meta de esta conferencia es nada menos que revivir y salvaguardar nuestra cultura musical clásica para que pronto sea imposible volver a destruir la interpretación musical clásica, como se ha hecho, con metódica maldad, desde 1815, y en especial por los últimos cien años. En esta empresa, tiene importancia central absoluta responder a la cuestión de la afinación correcta del Do central a 256 ciclos por segundo, porque constituye el gozne de nuestro entendimiento de si existen o no en el arte principios universales, de validez eterna, y si la música es de veras un lenguaje universal. Ello responde a su vez la cuestión, más fundamental, de si el hombre es de veras universal, o si la verdad puede variar de una persona a otra. No se trata de una cuestión meramente estética, sino de una cuestión eminentemente moral, porque es precisamente la que determina la imagen de la humanidad.

Aunque se ha desvanecido casi por completo de nuestra memoria, es un hecho indisputable que todos los compositores clásicos, de Mozart a Verdi, escribieron sus obras para una afinación correspondiente a un Do central de 256 ciclos por segundo. Mozart hizo el descubrimiento explícito de que las voces del soprano y el tenor ejecutan sus pasos de registro más natural y limpiamente en fa sostenido. Al hacer este descubrimiento, Mozart sencillamente tomaba en cuenta el hecho de la música, a fin de cuentas, es meramente una forma de expresión que evolucionó de la poesía clásica, que se remonta a los himnos védicos de hace unos 6,000 años. Y, dado que la música instrumental evolucionó de la voz cantante, todos los problemas musicales se pueden definir desde el punto de vista de las normas de la voz cantante adiestrada con belleza.

Eso era Obvio en la época de los compositores clásicos; y consecuentemente, todos sus instrumentos estaban afinados con el Do de 256 ciclos por segundo, y las configuraciones de los instrumentos se concebían esencialmente como imitaciones de la voz humana, correspondientes a los varios registros de ésta. Así que los instrumentos musicales se componían siguiendo los mismos principios que la polifonía bien temperada; y los compositores escribieron sus piezas desde el punto de vista de las leyes de la composición vocal. Es por eso que en sus composiciones instrumentales emplearon las mismas descripciones: dueto, trío, cuarteto, etc. A la vez, la música instrumental no era más que una mera imitación de la voz cantante: era una forma más abigarrada de expresión musical, pero siempre basada en la misma legalidad.

Nuestro problema es que ya no se toma el cambio natural de registro de la voz educada en el bel canto, como el punto de partida de la afinación y la interpretación; en vez de eso, se determina por la construcción moderna del gran piano de concierto, sustancialmente modificada, y por una afinación que, en el lapso transcurrido, se ha elevado a un La de 440 ciclos en promedio y hasta de 450. Lo cual ha traído consigo no sólo la destrucción de la voz cantante humana, y aun de los instrumentos musicales, sino la destrucción literal de las composiciones merced a interpretaciones arbitrarias.

El grado en que nuestro conocimiento de la legalidad interna de las composiciones clásicas se ha destruido puede medirse por el hecho de que la mayoría abrumadora de quienes asisten a conciertos actualmente ni siquiera ponen en duda la afinación en La de 440 ciclos, y la mayoría de los estudiantes de música ni siquiera se enteran de que alguna vez haya sido diferente. Cuando se considera que hoy; con todo desparpajo, junto a piezas de Beethoven desafinadas se tocan piezas de Stockhausen, y cuando se piensa cuán minúsculo es el público de nuestra vapuleada música clásica en comparación con el del rock y otros horrores, se da uno cuenta que la música clásica correctamente interpretada es, de veras, una especie amenazada de extinción.

Es por eso de lo más urgente que recobremos el criterio estético en el que los aristas clásicos basaron su obra. La estética clásica no significa sino que la belleza debe reflejar las leyes de la vida; y se puede demostrar que todas las formas vivas se derivan de ordenamientos armoniosos con la sección áurea del círculo.

Las leyes de desarrollo del universo se entretejen de manera que el universo físico se desarrolla continua y negatoentrópicamente, en una sucesión de multiplicidades, en la que una multiplicidad pasa a la multiplicidad superior que la sucede llevando al máximo sus posibilidades de especie, con lo que llega al punto único en que participa de la multiplicidad superior, más compleja. Esta idea del desarrollo, que podemos denominar la ley cristiana de la evolución, fue formulada por el gran cardenal del siglo 15 Nicolás de Cusa, padre de la ciencia natural moderna, y luego demostrada, desde el punto de vista científico moderno, por Kepler, Gauss y Riemann.

El hombre, cuya razón (el microcosmos) refleja las leyes que ordenan la creación del universo (el macrocosmos), es la "coronación de la creación"; es decir, que lo que todos los demás organismos del universo hacen más o menos inconscientemente, el hombre lo hace conscientemente y en libertad. Es deber del hombre, en tanto imago viva Dei, (imagen viva de Dios), imitar la actividad más noble del Creador y continuar la creación dentro del universo. El hombre es la única criatura que puede, libre pero necesariamente, extender el orden de la creación.

Cada vez que el hombre, merced a su contribución creadora necesaria, hace avanzar el desarrollo negatoentrópico del universo --y, como dice Nicolás de Cusa, sólo puede hacerlo si emprende el siguiente paso y encuentra la solución desde el punto de vista de la integridad del conocimiento de su era,-- su acción encarna una singularidad que pasa de una singularidad a la que sigue en orden ascendente.

Por ley natural entendemos que cada hombre, en tanto microcosmos, está dotado, por el orden divino de la creación, del derecho natural a desarrollar al máximo todas sus facultades, para poder hacer a su vez la máxima contribución al desarrollo de la especie humana. Como lo expone Schiller, la nación que se basa en la ley natural es aquélla en que el Estado hace todo lo que haga falta para que sus ciudadanos sean capaces de desplegar sus facultades del mejor modo posible, en tanto que todos los ciudadanos trabajan para permitir el máximo florecimiento del Estado.

El arte clásico no es otra cosa que la celebración del proceso mental creador del hombre; y, como dije antes, este proceso ocurre en un universo ordenado armónicamente y negatoentrópicamente, en un universo, pues, en que todos los problemas que se le presentan a la mente humana deben formularse de manera que correspondan al principio de negatoentropía. Y ello es cierto lo mismo en el arte que en la ciencia.

Nuestra preocupación vital es que el hombre entre en armonía mayor con la legalidad del orden de la creación y que se asemeje más a la imagen de su Creador. Si lo hace, se torna, cada vez más apto para entregarse a la actividad creadora, para experimentar el ágape y la alegría de la belleza.

Lo que denomina singularidad en las ciencias naturales y en la tradición de Cusa aparece en la música en la forma de la llamada disonancia. El significado medular del Do central de 256 ciclos descansa en el hecho de que, con los compositores clásicos, las disonancias nunca se introducen por accidente o de modo inconsecuente, como ocurre sin duda a menudo con los románticos, como Liszt, Wagner, y los compositores modernos. De Bach a Verdi, las disonancias se introducen como resultado de movimientos legítimos dentro de la polifonía bien temperada. Se introducen intencionalmente, en tanto disonancias armónicas necesarias, que sirven a la vez para subrayar ciertos elementos métricos decisivos y que se resuelven de manera legítima. Por eso, estamos frente a un problema análogo al fenómeno que genera singularidad en la mente humana durante el proceso de solución creadora de problemas.

Esas disonancias necesarias, previstas por el compositor, son, consecuentemente, los puntos que reflejan más directamente los propios procesos creadores del compositor y revelan las mayores profundidades de su pensamiento; y son, por otra parte, los momentos en los que interviene directamente "en los movimientos más recónditos de la mente" del oyente y, así, mueve su alma. Por tanto, si abordamos una cuestión tan intensa y de tanto momento, ¿no es lo más adecuado que lo hagamos de manera conforme a leyes y no arbitraria o aun destructiva?.
Que la música tiene ese efecto único de influir a los seres humanos más directamente que cualquier otra cosa es algo que se entiende por lo general. Escuchar o interpretar música clásica es beneficioso para la actividad creadora en cualquier campo. Y, por el contrario, escuchar cualquier música que contenga ritmos repetitivos que aturdan la mente es destructivo, y se puede demostrar que el rock definitivamente arruina las facultades creadoras.

Si la música tiene un efecto tan profundo, ¿tiene algo asombroso que las grandes exigencias que hace Schiller a los artistas tengan fuerza particular para los artistas de la música, tanto compositores como interpretes? Si la dignidad de la humanidad se ha puesto en manos de los artistas, ¿cuáles son las demandas que deben satisfacer?.

Schiller es absolutamente riguroso al respecto. Justamente porque el efecto que produce el artista es tan extraordinario, Schiller demanda cosas extraordinarias del artista mismo. Antes de aventurarse siquiera a conmover a su público, debe adherirse a los principios más elevados, debe ya haber ennoblecido su existencia al rango de ser humano ideal y por eso haberse librado de todo lo accidental e innecesario. El objeto de su acción, por su parte, debe ser también universalmente verdadero, a fin de que el efecto del artista ante su público se pueda calcular con precisión. El artista que no se propone producir en su público un efecto precalculado con precisión no merece que se lo llamen artista, porque su trabajo es indiscriminado y accidental.

El artista debe convertirse en el ser humano universal, es decir, ideal; y su objeto, del mismo modo, debe ser verdadero, es decir, universal. Las dos exigencias, según Schiller, son indispensables. Y a fin de que la libertad del arte no sufra mengua, no se puede tolerar otra compulsión que la que la naturaleza misma impone en el mundo de las cosas.

Si el artista logra satisfacer estas exigencias, entonces será capaz de producir en el oyente el efecto que desea y, al capacitarlo así, a reproducir directamente los propios procesos creadores del compositor y participar, en cierto modo, del descubrimiento creador del artista, le da acceso a la emoción que va unida a esa actividad creadora: el ágape, el amor en el plano de la razón y la belleza clásica. Abre así para el oyente esa calidad emocional, ese poder, que fortalece al oyente en sus propias actividades creadoras.

Para el oyente de música clásica, no hay alegría mayor que el artista, por decirlo así, le ceda el primer plano a su ejecución y le dé al oyente la ocasión de descubrir por sí mismo la idea musical en la que el compositor basó su obra. Conocer la idea fortalece el sentido agápico de belleza de la persona y, en ese sentido, lo hace un ser humano mejor.

Con este trasfondo, es claro que este proceso de adquisición de conocimiento se destruye, para la mente y el alma, siempre que una pieza que el compositor escribió para la afinación de Do a 256 ciclos por segundo se ejecuta en la afinación de La a 440 ciclos. Si la exposición musical pide un cambio de color tonal, un registro diferente, en Fa sostenido, pero la pieza se toca con una afinación de 440 ciclos para La, el nuevo color tonal llega prematuramente, o sea en Fa natural. Si dichos cambios se producen en lugares completamente diferentes a los previstos, se destruye toda la idea musical, y sólo puede reconocerse, en el mejor de los casos, como una mera sombra de lo que era.

Los efectos destructores de la afinación excesivamente elevada tal vez quedan más de manifiesto en los que hace al Lied Alemán. Dejando aparte por el momento los ruinosos efectos que tiene la afinación incorrecta en la voz del cantante, es en el Lied donde se manifiesta de maneta más concentrada el problema de la afinación. La canción clásica es la forma estética en que el arte del compositor transforma un poema clásico, sujeto a su propia legalidad poética, en una forma de arte aún más elevada. Una composición venturosa nunca es el mero subrayado del poema con notas-lo que llaman "ponerle música"-; es siempre mucho más. La idea poética se acentúa de manera tal que se agrega una dimensión enteramente nueva al poema.

Es más fácil hacerlo con poemas imperfectos que con perfectos. Beethoven subrayaba que es más fácil componer Lieder con poemas de Goethe que con poemas de Schiller. Pero justamente porque la elaboración musical complementa la idea poética, el Lied sufre muchísimo cuandoquiera que se altera el énfasis específico, fijado por el compositor mediante cambios del color tonal en los cambios de registro, y el significado y la métrica se toman arbitrarios.

Las cosas degeneran en devastación completa cuando el cambio de registro no aparece en un punto equivocado, sino que sencillamente no aparece. La verdad es que la tendencia moderna es eliminar los diferentes colores de los registros y fundir todo en una lisa "alfombra de sonido".¡Si la Novena Sinfonía de Beethoven se ejecuta de esa manera, uno bien pudiera estar oyendo a James Last!

En contra de esto está la escuela del bel canto, cuya atención al tono bello y coherente ayuda a la producción de los varios registros. Esta manera de cantar distingue los varios tipos de voz, de manera que cada intervalo es audible, en vez de hundirse en una mar de sonido. Depende del arte del intérprete articular cada tono con claridad y, a la vez, dar la mayor importancia al proceso que ocurre entre las notas.

En sus Cartas estéticas, Schiller vio en el arte el único camino por el que se puede ennoblecer el carácter de los individuos, así como el de naciones enteras, aun en épocas en que los gobiernos han caído en la decadencia y las masas en la indolencia, que es en gran medida la condición en que nos encontramos. Toca por eso al arte mejorar las facultades de la humanidad y, al hacerlo, distinguir al hombre de todas las demás criaturas vivientes.

Nuestra preocupación vital es que el hombre entre en armonía mayor con la legalidad del orden de la creación y que se asemeje más a la imagen de su Creador. Si lo hace, se toma cada vez más apto para entregarse a la actividad creadora, para experimentar el ágape y la alegría de la belleza. Escuchar una gran obra de música clásica o, mejor aún, ejecutarla ayuda a la gente a desarrollar el extenso período de concentración que hace falta para cualquier tipo de trabajo creador.

Porque dichas obras solo pueden entenderse en su integridad; el significado de cada nota surge de la pieza entera; y cuando la persona reproduce los arcos repetidos de tensión poética en niveles sucesivos y cada vez más intensos, aprende a captar la composición entera, en toda su complejidad, como una sola idea musical. Entender el planteamiento del problema, desarrollarlo y resolverlo: esto es lo que da alegría humana a los seres humanos. Y qué es lo que nos agrada es, a fin de cuentas, lo que nos define como almas bellas o como horribles monstruos.

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